En Austin Powers, Dr. Evil (Mike Myers), recién descriogenizado de un sueño de 30 años, propone a sus secuaces robar armas nucleares y extorsionar al mundo pidiendo ¡un millón de dólares!, hasta que su lugarteniente, Number 2, le comenta que, inflación mediante, eso es menos de lo que hacen diariamente en sus empresas pantalla. En febrero de 2014, el secretario de Comercio, Augusto Costa, anunciaba multas a empresas que incumplían los acuerdos de precios por ¡un millón de pesos!, menos de lo que algunas de esas empresas facturan en un día. Lo mismo podría decirse de las multas a las compañías telefónicas, de transporte y de electricidad: el gesto retórico de un Estado impotente, incapaz de garantizar la calidad de los servicios regulados.
De todos los frentes imprescindibles de la política pública, el Estado es quizás el menos ganchero. El debate usualmente se limita a cuestiones de tamaño, o a la súbita efectivización de cuadros políticos meses antes de las elecciones, un clásico del sector público.
El tamaño, de hecho, es relativo: hay Estado grande o chico, según sus funciones. El Estado de bienestar escandinavo o canadiense, que provee transporte y seguridad, educación y salud pública de calidad para todos, es grande en términos del producto nacional, pero chico en términos del producto del sector público. Por otro lado, de continuar la tendencia al desempleo tecnológico, el Estado sólo puede crecer, ya sea por aumento del empleo público (docentes, médicos, policías), del precio de los servicios públicos (en relación con el precio declinante de las manufacturas) o, en el peor de los casos, del subsidio público al desempleo.
Y si bien es cierto que la mayoría de esos nuevos nombramientos recurren a la excepcionalidad (es decir, se asignan a personas que no satisfacen las condiciones para el puesto en concursos con nombre y apellido) y podrían llevar, transitoriamente, a la libanización del aparato estatal, el problema del Estado -más precisamente, el de la falta de capacidad estatal- es más profundo y persistente que lo que sugieren estas alarmas. El problema pasa más por la acumulación de capas geológicas de organigramas y por la precarización del empleo público y la demora en los concursos, que enrarecen las funciones y desalientan al empleado: en el Estado argentino hoy sobran cigarras políticas dispuestas a saltar al siguiente puesto en seis meses; pero faltan funcionarios de carrera que entiendan y empujen el paciente trabajo de hormiga del desarrollo.
El problema también pasa por el desmantelamiento de los organismos de regulación y control, y por la misma moral del Estado como rector: ¿de qué sirve crear nuevas reglas e instituciones si las personas encargadas de llevarlas adelante son indiferentes o cómplices? ¿Cómo vamos a implementar un plan de infraestructura o una reforma educativa, estimular la inversión y la innovación, sin funcionarios que escriban los contratos, gestionen los recursos, supervisen la ejecución, regulen los mercados, faciliten la creación de valor social? Sin funcionarios idóneos, con funciones, incentivos y retribución bien definidos, orgullosos de pertenecer a una elite pública, nos queda un Estado corrompido en el sentido económico y operacional. Grande y bobo, opaco e incapaz.
Es impensable, e incluso contraproducente, desplazar recursos humanos a la manera de las racionalizaciones noventistas. El próximo gobierno deberá trabajar, ordenar y mejorar lo que hay. Pero es más fácil resolver el cepo y el atraso cambiario que reformar el Estado para que sea motor del desarrollo.
El Estado es el músculo de la política pública; sin capacidad estatal, cualquier estrategia se quedará en expresión de deseos.
Por Eduardo Levy Yeyati
Fuente: La Nación