¿Para qué sirve un debate presidencial?

Las elecciones de 2015 van a ser reñidas. Los candidatos lo saben y miden sus palabras. Las miden al punto en el que se confunden y se disuelven. Las definiciones pesan tanto o más que en cualquier campaña. Pero el mundo y el país han cambiado. Para volver a crecer y superar nuestros problemas sociales ya no basta con un cambio de elenco y una apelación a la confianza. Necesitamos ideas nuevas y necesitamos, sobre todo, liderazgo.

Ahí, resumidos, surgen los dos valores esenciales que puede aportar un debate presidencial. Primero, información: la oportunidad de que los candidatos se definan, nos diga qué piensan y qué proponen. Segundo, formación: la pregunta franca, orientada a las demandas del desarrollo y a las complejidades de la implementación, elude la fácil enumeración de males y promesas, interpela a los candidatos, los obliga a pensar qué se proponen. A elaborar una respuesta que muchas veces no precede a la pregunta.

En el contexto de una campaña en la que los candidatos se estudian y tocan la pelota lateralmente esperando a que el otro se equivoque, el debate apuesta a agregarle «densidad de juego» al diálogo del candidato con el votante, a transitar del equilibrio del pase al arquero al otro en el que los candidatos se involucran y se exigen mutuamente.

Es en este contexto que se lanzó formalmente Argentina Debate, una iniciativa que promueve la realización de un debate presidencial (o varios) en torno a una agenda de desarrollo, como herramienta para recuperar el diálogo de políticas públicas.

La propuesta no se agota en el debate. No busca sumar a la política espectáculo donde gana el que mejor da en cámara (si fuera sólo eso, sería contraproducente). Esto no quiere decir que el debate presidencial no deba ser un espectáculo entretenido y masivo, que sea comentado al día siguiente y, sobre todo, recordado al momento de votar. Pero del debate esperamos más que buenos encuadres y eslóganes memorables. Tampoco busca una proclama o un escrito en el que los candidatos se comprometan a respetar las instituciones o adhieran a un consenso de buenas intenciones. No porque no creamos en las buenas intenciones ni en las instituciones, sino porque de la política esperamos más que una firma y una foto.

Del mismo modo, el debate presidencial no debería ser la marca registrada de un medio o de un grupo de interés, aboliendo la heterogeneidad que está en el ADN de todo buen debate político. El debate se vuelve institución cuando es un bien público, de todos y de nadie en particular, en el marco de una coalición amplia y neutral que garantice su legitimidad y su permanencia en el tiempo.

No hay desarrollo sin liderazgo. Con su aporte, la institución del debate presidencial puede contribuir a que los candidatos reclamen su rol de líderes.

Por Eduardo Levy Yeyati

Fuente: La Nación