El mito de la dolarización

La crisis argentina ha estimulado el interés y la imaginación de analistas dentro y fuera del país que no han tardado en atribuir el colapso a éste o aquél factor, evidenciando una previsible falta de consenso.

Una crisis siempre abre la puerta a especulaciones sin fin sobre qué hubiese sucedido si se hubiese hecho otra cosa, o lo mismo «de manera diferente», sin posibilidad de verificar el realismo de estos escenarios contrafactuales. Así, el post mortem exige un alto grado de mesura a fin de extraer lecciones para el futuro.

Uno de los recurrentes temas argentinos puesto en tela de juicio por la reciente crisis es la peculiar fascinación por el dólar que ha caracterizado al país en las últimas décadas, plenamente justificada en el caso de los ahorristas por años de desmanejo monetario. En efecto, detrás de la ascensión y caída de la convertibilidad hay un problema de moneda débil, que no es aceptada como reserva de valor por ahorristas locales y extranjeros.

ELECCIONES DIFÍCILES

Una economía con moneda débil enfrenta elecciones difíciles. Si obliga a los residentes a ahorrar en pesos, puede inducir desintermediación financiera y fuga de capitales, sobre todo cuando se espera una depreciación real de la moneda. De ahí el rotundo fracaso de la pesificación forzosa de los ahorros, que no hizo más que potenciar la corrida cambiaria.

Si, en cambio, se adopta el dólar como instrumento de intermediación financiera, se alimenta una exposición al riesgo cambiario que reduce significativamente el margen de maniobra en caso de un shock adverso. Dado que dicho shock afecta la capacidad de pago de los deudores dolarizados (tanto públicos como privados) con ingresos asociados al mercado doméstico, es natural que la restricción financiera se agudice en los ciclos negativos, amplificando la magnitud y el costo del ajuste.

En 1991, la Argentina eligió la ruta del dólar como un atajo a la estabilidad monetaria. En lugar de fortalecer el peso como reserva de valor (incurriendo en los costos asociados), adoptó el uso del dólar como solución a sus problemas de credibilidad.

Si bien es cuestionable argumentar a posteriori en contra de la convertibilidad, habida cuenta del contexto en el que fue adoptada, cabe al menos apuntar que las vulnerabilidades asociadas a la misma fueron altamente subestimadas, induciendo un exceso de optimismo que demoró las medidas preventivas, fiscales y financieras, que debieron haberse tomado durante los años del boom.

Muchos de los postulados originales de la convertibilidad probaron ser meras expresiones de deseo, entre ellos el argumento de que la misma impone una restricción presupuestaria irreversible que induce disciplina fiscal. En la práctica, tras agotar los recursos de la venta de activos públicos y montar la ola de flujos de capitales a economías emergentes incrementando la deuda externa, el Gobierno y las provincias soslayaron sin dificultad la restricción monetaria mediante la emisión de cuas imonedas, no sin antes avanzar sobre las reservas de liquidez del sistema bancario, incrementando su exposición al contagio fiscal.

La fijación del tipo de cambio sólo magnificó esta vulnerabilidad externa, al combinar el ajuste de precios con una prolongada contracción real que agudizó el problema fiscal y externo, y redujo sustancialmente el margen de maniobra política. Así, el país ingresó en una trampa en la que un tipo de cambio alto indujo una caída del producto, elevando el riesgo soberano e impactando nuevamente sobre el tipo de cambio a medida que los capitales financieros se retiraban. En definitiva, nada que la teoría económica tradicional no haya podido prever.

LA INEFABLE SOS TENIBILIDAD

Numerosos analistas enfatizaron durante años que el déficit, sin ser despreciable, era no obstante comparable al de países industriales, y que la deuda externa era sostenible bajo supuestos de crecimiento y déficit no muy alejados a los previstos por estos mismos analistas. Pero lo que es sostenible con crecimiento positivo y un spread financiero razonable, se vuelve rápidamente inmanejable con una recesión y un empinamiento del costo financiero, a medida que la trampa tipo de cambio-crecimiento-deuda se va cerrando sobre una economía con pocas opciones de corto plazo.

Así, el concepto clave que define la situación de una economía de moneda débil es el de vulnerabilidad. Déficit y niveles de deuda de países industriales no son tolerables en economías donde los capitales (externos y domésticos) acompañan los booms y profundizan las crisis. Si bien este comportamiento procíclico pudo haber sorprendido al gobierno en 1995, no puede decirse lo mismo después de que la crisis mexicana nos despertó de nuestro sueño de crecimiento eterno.

Mirando hacia delante, la necesidad de recomponer el sistema de contratos nos vuelve a enfrentar a la disyuntiva de la moneda. ¿Debemos recostarnos sobre el dólar para estimular el ahorro doméstico y la generación de crédito, recreando el descalce cambiario que caracterizó a la década pasada, o apuntalar al peso (mediante el fortalecimiento de las instituciones monetarias y fiscales que lo sustentan) a riesgo de una drástica desintermediación doméstica?

Sin soslayar la preferencia histórica de los argentinos por el dólar esgrimida por quienes sostienen la primera opción, la discusión no debe ignorar una distinción fundamental: así como el dólar tradicionalmente sustituyó al peso como reserva de valor, no lo hizo como unidad de cuenta o medio de pago. Precios y salarios, y cuentas a la vista han estado mayoritariamente denominadas en la moneda local aun durante las crisis más ominosas, lo que pone un piso a la demanda transaccional de pesos.

La dolarización de estas transacciones no sólo importa la pérdida del señoreaje asociado a esta demanda, sino la reintroducción de la rigidez nominal que tantos estragos causó en el pasado. Asimismo, la estabilidad de un sistema de pagos en pesos se ve beneficiada por la recuperación del prestamista de última instancia resignado por la convertibilidad.

Por otro lado, la pesificación ha «enseñado» a los ahorristas (y a los acreedores en general) a desconfiar de los contratos financieros cualquiera sea su denominación, por lo que la mera redolarización de los mismos difícilmente resuelva el problema de intermediación.

En definitiva, el ruidoso fracaso del atajo dolarizador nos ha devuelto (una vez más) al punto de partida. Tras haber sufrido el costo del descalabro, la Argentina debería por fin adoptar la ruta alternativa que, como en el caso de Chile, implica ganarse la credibilidad con esfuerzo en lugar de pedirla prestada.

Por Eduardo Levy Yeyati

Fuente: La Nación