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Miercoles 13 de marzo de 2013

Esperando la crisis

      



Fuente: La Nación


Autor: Eduardo Levy Yeyati


 



A fines de 2006, con crecimiento a tasas chinas, superávits gemelos e indicadores sociales recuperados, la Argentina parecía condenada al éxito; a fines de 2012, apagones, cacerolazos y paros traían ominosos recuerdos del 2001. El antecedente más cercano de la "década ganada" de la posconvertibilidad (2002 a 2012) es poco halagador: la "década ganada" de la poshiperinflación alfonsinista (1989 a 1999). "Lo único que pregunto es si la crisis llegará antes o después de las elecciones", se preguntaba (o me preguntaba) una lectora después de leer una columna reciente. "Esto así no dura", resumía un colega hace unos días en alusión a la combinación de inflación en ascenso, reservas en descenso, brecha cambiaria bolivariana y crecimiento japonés.


Este tipo de impresiones emocionales, sin embargo, suelen pintar mejor el árbol que el bosque.


Vivimos esperando la definición. Hace décadas que el país oscila, parafraseando a Gerchunoff y Llach, de la ilusión de la recuperación al desencanto de la crisis. No tenemos registro de períodos de crecimiento lento pero seguro, ni de largas recesiones; lo más parecido, la odisea aliancista, fue en última instancia un lento descarrilamiento. Tal vez por eso nos cuesta concebir un escenario en el que nada cambia, o en el que todo cambia de manera pausada, imperceptible, como en un estofado lento. Tenemos una aversión natural a la medianía, especialmente si esta medianía intermedia, neurótica, está asociada al malestar y a la postergación. Soñamos con un desenlace, un cierre y así alimentamos las fantasías de crisis o recuperación.


¿Rebotamos o colapsamos? Si el oficialismo apuesta al despegue de la mano de China, Brasil, la soja o Vaca Muerta (y le prende una vela a una virtuosa alineación de países y commodities mientras aguarda el ocaso del capitalismo destituyente), la oposición se ilusiona con la inflación y el dólar blue a la espera de que las penurias económicas y el voto negativo hagan el trabajo por ella.


Pero en la Argentina actual la dinámica de una crisis es casi tan difícil de delinear como las razones de un despegue. Para que algo se rompa hace falta una fragilidad: el déficit crónico heredado del sobreendeudamiento ochentista en 1989 o el sobreendeudamiento en dólares heredado de la convertibilidad noventista en 2001. Sin éstos, lo más probable es que, en el peor de los casos, lo que enfrentemos sea una recesión. Ni emergencia ni hundimiento sino una lenta y prolongada deriva, justo en el medio entre el colapso y el milagro, entre el 5% de crecimiento de los oráculos oficiales y el -1% de algunos analistas menos pacientes con el modelo.


¿Por qué la crisis se hace rogar? Las razones son varias y remiten a lo logrado a la salida de la crisis y a la naturaleza autoinfligida de los síntomas actuales.


Hoy el endeudamiento está en mínimos históricos (aunque si contamos compromisos ocultos y pagos postergados, probablemente haya dejado de caer hace un par de años). El déficit fiscal es manejable y depende en gran medida de subsidios a la clase media que debieron haber sido reducidos hace tiempo (y que el gobierno viene reduciendo paulatinamente: el gasto nominal en subsidios no varió en 2012 respecto de 2011 y para 2013 se presupuestó una reducción adicional, lo que implica un ajuste real). La inflación inercial podría atacarse de manera incruenta con una combinación de transparencia (un IPC genuino), política (un banco central que se ocupe del tema) y un acuerdo de precios y salarios alrededor de una pauta. Y la escasez de dólares se debe menos a la apreciación del peso que a la obcecación del Gobierno por alienar al capital privado, extranjero y local. Simplificando, podría concluirse que si la Argentina moderara la inflación y recibiera inversiones extranjeras en petróleo, minería e infraestructura -algo que tarde o temprano sucederá- el tipo de cambio estaría más cerca del oficial que del paralelo, los controles serían redundantes, reviviría el crédito de mediano plazo y el crecimiento convergería al 5% regional.


Una crisis económica es la forma traumática en la que se resuelve un reacomodamiento que no puede instrumentarse de manera gradual: una quita de deuda, una devaluación, un ajuste de ingresos reales. Pero si el escenario de llegada no difiere mucho del de partida, si no existe esta necesidad de un reacomodamiento brusco, no hay razones para que la acumulación de errores precipite una corrección masiva. Con un tipo de cambio bajo presión pero que al final del día no debería ser muy distinto del actual y un déficit que se deteriora pero sin llegar al desmadre de los 80, habrá que acostumbrarse a una brecha cambiaria volátil y creciente, una presión e intervención fiscal en aumento y una inflación reptando por arriba del 30%. Como hasta ahora.


¿Optimista? Depende. Más optimista parecería ser quien anticipa la crisis como un baño de realidad, como preámbulo de un cambio para mejor; las crisis no son el comienzo de nada bueno. ¿Pesimista? También depende. Más pesimista sería, inadvertidamente, quien vaticina con alegría una eternidad de controles y ajustes atolondrados y derrape lento a contrapelo de la región; insistir en el error sólo nos aleja de la solución.


Cuesta imaginar esta deriva sin desenlace, pero es lo que hay. Probablemente nos esperen treinta meses más de discusiones inverosímiles sobre los orígenes de la inflación y de recetas exóticas de economistas amateur. Treinta meses de vehemente improvisación y autocelebración en cadena. Treinta meses de enervante calma chicha, y ninguna crisis.


O treinta meses para pensar el futuro, para construir una alternativa que no huela a reciclaje. Porque nada sucederá por sí sólo, la crisis no nos salvará de la falta de ideas. Hay que remar.

 

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