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Miercoles 2 de noviembre de 2011

Esto no es una corrida cambiaria

      



Fuente: La Nación


Autor: Eduardo Levy Yeyati


La nueva saga del dólar tiene un guión corto y preciso: la combinación de inflación crónica, dólar planchado y superávit comercial dispara una dolarización de ahorros en anticipación de una corrección cambiaria, recortando reservas en un contexto de enfriamiento mundial y déficit fiscal que realimenta los temores y la demanda de dólares.



La respuesta oficial hasta ahora fue meter palos en la rueda de manera incremental: controles a las importaciones (a través de licencias no automáticas), controles a la salida de capitales (mediante la obligación de liquidar exportaciones para sectores antes eximidos), y controles a la compra de dólares (con presión sobre el mercado informal y, más recientemente, con un kafkiano sistema de autorizaciones).



En el corto plazo, estas disposiciones deberían reducir la demanda neta de dólares y la sangría de reservas. En el largo, el efecto podría invertirse si las medidas desalientan la inversión extranjera, o si son vistas como señal de debilidad o de creciente represión financiera, fomentando la fuga.



Nada como bloquear la salida para detonar un efecto "puerta 12". La incipiente dolarización podría convirtirse, por obra de una batería de medidas digna de crisis más graves, en una tradicional corrida cambiaria -una vez que el deja vú de episodios más aciagos se generaliza, es difícil reordenar las expectativas. Pero aún estamos lejos de esta situación, que ningún dato de la realidad justificaría a priori.



El gobierno enfrenta un dilema familiar: cada nueva medida (cada día que pasa) sube el costo político de dejar que el tipo de cambio refleje la revaluación mundial del dólar, en línea con el resto del mundo -la solución lógica de esta minicrisis autoinfligida.



¿Por qué no dejar que el tipo de cambio, esa herramienta anticíclica de la que nos privamos durante diez años de convertibilidad y que nos costó una crisis recuperar, haga su trabajo? A falta de respuestas oficiales (hoy atentas a la identificación del adversario: especuladores financieros, medios opositores, corporaciones centrífugas), cabe ensayar tres hipótesis.



Primera: el estigma de la devaluación. Una corrección del 10% es tolerable y hasta bienvenida en Brasil, Chile o Suiza; en Argentina, en cambio, es vista como incompetencia política o el preámbulo del apocalipsis financiero. Segunda: la inflación. En una economía cercana al pleno empleo y habituada a la remarcación, toda la deva se iría a la infla. Tercera: las expectativas cambiarias circulares. Una depreciación sólo elevaría el tipo de cambio esperado, elevando la demanda de dólares.



Las primeras dos hipótesis son falaces: en 2009, la depreciación del 25% fue "expansiva" (ayudó a contener el efecto del colapso mundial sobre el producto y el empleo), bien recibida (lejos de producir cacerolas y corralitos, coincidió con el comienzo de la renovada popularidad del gobierno) y no aceleró la inflación (que cayó entre 5% y 10% de la mano de la menor demanda).



Vale recordar las razones (la historia, se sabe, se repite sólo a los ojos del observador perezoso). En Argentina, las retenciones, el default y canje de deuda y la prescindencia de los mercados financieros redujeron la posición deudora en dólares del sector público, la fuente del stress financiero noventista. Parafraseando a Freud, la desdolarización remplazó la histeria de la crisis por la neurosis del ciclo económico -y devolvió al tipo de cambio su rol de amortiguador natural.



¿Una depreciación del peso traerá inflación? Seguramente, pero con commodities estables y crecimiento en baja su efecto será menor. Y la inflación, al fin y al cabo, es preocupante en tanto incide sobre el crecimiento. Hoy que el crecimiento está en jaque, priorizar la inflación a costa del crecimiento sería poner el carro delante de los caballos. Por otro lado, ¿cuál es la alternativa? Usar el tipo de cambio para bajar la inflación y la política monetaria para estimular el crecimiento representa una curiosa inversión de instrumentos que alimenta temores de estanflación.



La tercera hipótesis es mas difícil de rebatir: si el precio final de la escalada del dólar está en duda, la demanda de hoy sube con la depreciación de ayer. De nuevo, el argumento para cosas por alto.



Primero: las restricciones a la compra no ayudan, al generar un dólar insignia (el paralelo) artificialmente alto (por escaso) y fuera del control del banco central. Si el BCRA mantiene el dólar oficial estable y el paralelo sube (aun con pocas operaciones), ¿cuál será el tipo de cambio que aparecerá en la tapa del diario a la mañana siguiente? (No es conspiración periodística, es morbo.)



Segundo: a diferencia de 2002, el precio del dólar no puede ser cualquiera. Será mayor que el actual, pero no mucho mayor. Con un dólar bien alto recuperaríamos los superávits fiscal y comercial (a expensas de la inflación, el crecimiento y los salarios reales) y sobrarían dólares, invalidando la hipótesis de un dólar bien alto.



Tercero: ningún promotor de la flotación propone que el BCRA deje de intervenir. El banco central brasilero esperó a que el real depreciara 15% antes de frenarlo en 1.90 (hoy está en 1.75). En nuestro caso, la corrección debería ser menor, la suficiente para que la intervención vuelva a ser creíble. La flotación no es capitulación frente a los mercados sino flexibilidad administrada.



A estas alturas, esta "nueva crisis argentina" es menos una corrida cambiaria de manual que un accidente inesperado fruto de la falta de confianza del gobierno en sus propias fortalezas, y agravado por errores de implementación y comunicación. Por ahora, nada que el tipo de cambio no pueda reparar..


 

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